En Sevilla nunca se pone el Sol. El día y la noche bailan una danza demiúrgica desenfrenada al son de los acordes de alguna canción de Compay Segundo sonando a viva voz en un rincón de la calle Feria.
Am Anfang, nada más que Nada; am Abschluss, un sonido como de platos rotos que encubre la firme y cobarde huída del Sol en su puesta.
Unas líneas de Unamuno o cualquier garabato de Nietzsche como verdad intransigente de lo que nos depara la senda epistemológica apocada a palabras puras en retórica y exentas de todo sentido en la (mala)praxis.
No es por ser rebelde el conformarse con habitar en el ático de cualquier prólogo mal escrito a una novela de Joyce, sino que padezco por marcar un límite que se decante por varios de los muchos principios alimentados y vividos que rigen el universo, mandala, o como carajo quiera llamarse.
Nadie sabe lo que nos espera el otro lado del umbral. Oscuro, recóndito y escondido desnudo filo de espada que no acaba en nada conocido ni por conocer, ni salto ni vuelo, ni jazz ni tango piantado que se abre paso por los yunques, estribos y martillos de los asistentes a este espectáculo de titiriteros (¡presente!).