¿Sabes lo que pasa si froto tu tarjeta de crédito contra una barrita de incienso encendida? que sus ascuas se convierten en estrellas fugaces llenas de oro que nos regala resplandores de derrota como despedida. (Muere).
No se trata de una ceremonia ni de un ritual de secta principiante, es un presente de calumnias preconcebidas, que llevan como banda sonora una magistral pieza de piano.
Se siguen muriendo, las dos, la tarjeta y la barrita. Sí, y además huele a papel quemado y canela, lo que me recuerda a mi libro favorito. Ahora que lo pienso nunca he fumado papel y sé las consecuencias que tendría pero a veces me entran ganas de tragarme todo lo contaminante y nocivo del mundo para luego exhalarlo por la boca en grandes bocanadas mientras me subo hasta la azotea de una casa abandonada de Montmartre para contemplarlo todo a mi alrededor.
Y que no hubiera viento.
Y que no hiciera ni frío ni calor.
Y que desnudarme ante mí misma no me diera vergüenza.
Se acabó, se acabó tu fortuna. Muerto el perro... ya se sabe. Mi maestro me dijo que eran experimentos sensoriales que se hacen para estimular los sentidos a la hora de escribir. A veces deseo que ésto se convierta en mi rutina, dormir de día, crecer de noche y soñar despierta las veinticuatro horas.
Las cenizas de la tarjeta son del color de mi abrigo y la bufanda tiene de todo menos cordura, pero salgo con ellos a la calle porque digo yo que me tendré que abrigar en pleno invierno. Cambios de temperatura. No cambies las velas de sitio que me quemo las manos con la cera, ¡ay! me quemo y el piano no para de sonar y las chispas caen a mi alrededor formando una corona en miniatura de distintas tonalidades doradas que realzan mi camiseta naranja de rayas. De un salto estoy en la cama. Quatre-vingt-dix-neuf, quatre-vingt-dix-neuf... ¿por qué me despierto todos los días con ese número en la cabeza? una voz ronca masculina me grita, aunque casi parece un ladrido, todo el tiempo en un francés forzado. ¡Noventa y nueve! Pero ¿noventa y nueve qué?... no lo entiendo. Precedente al cien, un número precioso. Quizás yo sea un noventa y nueve, rozo todo aquello que considero perfecto y nunca alcanzo a pillarlo. Siempre se va volando a ras del suelo como las hojas secas en otoño. Nunca hacen ruido.
La cueva, Mumford e hijos.
Hace 12 años