Palabras que silban entre el viento. Un murmullo constante y torturador que estremece hasta el último poro de su piel.
La luna iluminaba su cabellera con retazos plateados, mientras una capa a modo de viejo Lord inglés desdibujaba una figura que, años atrás, representaba un hombre apuesto y altivo.
Observaba el horizonte con desprecio y desdén, admirando su voraz obra y sonriendo maliciosamente al recordar el fulgor del momento, la sangre resbalando entre sus manos precedida por un grito ahogado y… una mirada perdida… sin expresión.
Con un gesto rápido, palpó el bolsillo interior de la chaqueta, sacando un impoluto pañuelo blanco con el que secar una furtiva gota de sudor que resbalaba por su frente, señal del nerviosismo y el miedo que precedía al posterior y agradable sabor de boca por su perversión.
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Ese nerviosismo azoraba de nuevo su corazón, recordaba una y otra vez este momento. Nunca lo olvidaría, nunca olvidaría aquella noche, aquel rostro, aquellas manos delicadas y… frías…
Tenía lo que se merecía, era la verdad, y él lo sabía; pero jamás esperó que su vida terminase aquella sombría noche. Su alma murió cuando, después de ser detenido y sometido a duros y denigrantes interrogatorios fue encarcelado en una minúscula celda y… se percató de sus hechos: descubrió el por qué de aquella situación.
Sucumbió.
Todo había pasado tan rápido… la diversión, el alcohol, las drogas… Jugaba a ser un hombre poderoso que nunca llegaría ser, a tener la libertad y el control no solo de su vida sino de la de otros…
Infeliz…
Libertad. ¿Qué paradoja no? Habían pasado siete largos años en los que los retazos de sus sueños habían sido borrados por su inmadurez. Ya no lo quedaba nada. No le quedaba nadie que le amase ni que él pudiese amar. Ni un resquicio de su vida para compartirla, solo sus miedos y su soledad
Cada mañana se mira al espejo y siempre ve la misma cara, los mismos ojos de un hombre que se odia a si mismo por no tener el valor de aceptar su condición de mortal y jugar a ser un Dios. El mismo traje naranja deslucido que odia y se arranca con la mente, las mismas caras con la misma desilusión que la suya producto de sus frustraciones personales.
Tiene pánico a un momento que sabe que se acerca como la nube de gas de un volcán: lentamente y envenenándolo todo, matando todo lo que hay a su alrededor, robando vida, como los condenados hicieron con sus víctimas.
Podría escribir una carta a un periódico contando su historia, contando su vida, publicar un libro con sus memorias, vender sus últimos minutos a un canal de mala muerte que mataría por aumentar su share… y enriquecerse… ¿para qué? ¿para quién? podría hablar con los que un día le amaron y ahora le odian, arreglar las cosas antes de morir… pero no… ¿de qué le sirve?
Perdió jugando a los dados con Dios… y el precio de su “torpeza” es su muerte.
Una muerte pública, esperada… en la que sabe cuántos segundos le quedan para seguir respirando, en la que no va a aparecer un ángel que le salva sino un diablo, que le mira con una macabra sonrisa.
Como la suya cuando admiraba su crimen.
La cueva, Mumford e hijos.
Hace 12 años
2 comentarios:
Increíble... Buf...
Y buen título. =) Jugar a ser Dios, a castigar según las reglas de uno, nunca es bueno, ni siquiera para un juez.
Un abrazo.
Serás andergraun, CON ESE TÍTULO EN INGLÉS!
Que no hombre, que me ha gustado mucho, ¡ya te tocaba un cambio de registro! Me ha recordado a Pascual Duarte.
Ya te criticaré bien cuando nos veamos ^^
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